lunes, 14 de julio de 2014

LA PERSONA DE JESÚS COMO INTERCESOR



Es posible que al dejar su hogar y mudarse a un país cuyo idioma no conocía, no pasara mucho tiempo sin que la más simple de las situaciones se convirtiera rápidamente en una crisis. Sin una manera de entender o ser entendido, haciéndole sentir impotente y paralizado entre dos mundos. Pero, por otro lado, el haber conocido a alguien que hablaba con fluidez ambos idiomas, debió haber cambiado todo. Sin ayuda, usted estaba desconectado, pero este intercesor se convirtió en su conexión. Y si por medio de su nuevo amigo usted empezó a aprender el nuevo idioma, seguramente su vida cambió. Este país que una vez le era desconocido, pudo llegar incluso a convertirse en su hogar. Esta clase de relación transformadora es la que está en el corazón de Romanos 8, donde Pablo pinta una imagen de Cristo como nuestro Intercesor. El apóstol, que antes había sido un extraño a la fe y había perseguido a los cristianos, había experimentado personalmente el paso de la desconexión a la conexión. “Estoy convencido”, concluye él jubilosamente, “de que nada podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está revelado en Cristo Jesús nuestro Señor” (vv. 38. 39 NTV [Nueva Traducción Viviente]). El trabajo de este Traductor, que vino a comunicarnos el amor de Dios en nuestro propio idioma, es tan grandioso que se convirtió en un puente eterno para nosotros. Aun después de haberse revestido con la gloria que había dejado de lado para convertirse en uno de nosotros, Cristo no desechó su identificación con nosotros. Su humanidad encarnada sigue unida permanentemente a su divinidad, y gracias a eso la humanidad tiene comunión con la Divinidad; Jesús se hizo como nosotros para que nosotros pudiéramos ser como Él y experimentar la unidad con nuestro Creador. Por medio de Él, estamos continua y eternamente conectados con nuestro verdadero hogar. Pablo nos dice que en Cristo ya no estamos restringidos a la cronología lineal de la Tierra ni a las limitaciones de nuestra carne humana (8.1-13). No solo somos redimidos por Él, sino que también nos invita a ser parte de su plan redentor para el mundo (8.14-25). Nuestro Puente, en cuyo ser todas las cosas subsisten, existía antes del tiempo (Col 1.17). Jesús es el unificador eterno, el que nos conecta a la vida con Él (3.3). El papel de Jesús como Intercesor arroja luz sobre el misterio de la Encarnación —Él siguió siendo totalmente divino, al mismo tiempo que totalmente humano. Siendo siempre uno con la Fuente, Cristo mismo se convirtió en ese poder conector. Y porque su Espíritu vive en nosotros, incluso cuando nos sentimos abrumados por la desconexión de nuestro mundo, el Señor atrae constantemente nuestros corazones, una y otra vez, a Él (Ro 8.26, 27). Con Cristo como nuestro Intercesor, no hay fuerza en la Tierra ni en el reino espiritual capaz de hacernos volver a la separación. Él ha abierto la puerta de par en par, dándonos la bienvenida a nuestro nuevo hogar, para siempre.


domingo, 13 de julio de 2014

LA PERSONA DE CRISTO COMO PROFETA

Profeta

La palabra profeta se deriva de dos palabras griegas: pro, que significa “antes” y “para”; y phemi, que quiere decir “declarar o hablar”. Quizás por el origen de la palabra, la gente cree que la única tarea del profeta era predecir eventos futuros. Sin embargo, el oficio normalmente exigía mucho más. Algunos llevaban advertencias de juicio a la nación, mientras que otros transmitían mensajes acerca de la voluntad de Dios, con frecuencia a reyes. No importaba cuál fuera el auditorio de los profetas, todos ellos tenían que confrontar a quienes los oían, y amonestarlos a abandonar el pecado y la idolatría (Jer 18.1-11). Muchas veces, enfrentaron la persecución, la cárcel o la muerte.
La unción del Señor era lo que distinguía a los profetas, y lo que les daba autoridad. Y es por su singular unción que Jesucristo ocupa y supera este rol. El apóstol Juan escribe: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn 1.1, 2, 14). Jesucristo no se limitó simplemente a llevar la palabra de Dios como los otros profetas. Antes bien, Él es Dios manifiesto, y todos los que lo vieron y oyeron, vieron al Padre (Jn 14.9).
Dios le dijo a Moisés: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare” (Dt 18.18). Jesús, el cumplimiento de esta profecía, revela directamente no solo las palabras del Padre, sino también su carácter y su voluntad. Totalmente Dios y totalmente hombre, el Señor Jesús sirve como el mediador definitivo entre la humanidad y lo divino. También cumple a cabalidad las tres funciones principales de un profeta: maestro, vidente y portavoz del juicio de Dios.
En todo su ministerio, Jesucristo enseñó con autoridad propia, y fue llamado maestro tanto por sus discípulos y el pueblo, como por el joven rico que reconoció su autoridad (Mr 10.17). Predijo grandes acontecimientos, como la destrucción del templo (Mr 13.2) y la negación de Pedro (Mt 26.34). Todo juicio le es dado por el Padre (Jn 5.22), y como nuestro profeta eterno, Él será quien juzgue a las naciones según sus obras (Ap 22.12).
El mismo Jesús que caminó con Pedro y Mateo nos acompaña hoy. El Salvador que alimentó a cinco mil personas sigue siendo el Pan de Vida para todos los que creen en Él (Jn 6.35). El que está sentado a la diestra del Padre sigue sirviendo como nuestro profeta, llamándonos al arrepentimiento y al gozo eterno de la salvación.